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martes, 2 de septiembre de 2014

Tardes de café



No ha sido la primera vez y supongo que tampoco será la última, que revivo las tardes de domingo de mi infancia y la hora de salir del colegio cada mediodía, pues era entonces cuando más feliz me sentía caminando junto a mi padre por un céntrico paseo, hasta que llegábamos a un café tan mayúsculo, imponente y glorioso como antiguo.

Era este café y no otro, el preferido por mi padre para alejarse de la presión durante un rato, ya que la molestia más cercana era solamente el ruido provocado por el gentío que vivía en las calles colindantes y, al igual que nosotros, salía o entraba de los establecimientos, volvía a casa para tomar el almuerzo y permitía que los niños jugaran en la plazoleta, ajenos al complejo y acongojado mundo de los adultos.

No había un día que fallase nuestra sesión del aperitivo. Tronara, nevara e incluso si el mismo cielo estuviera a punto de derrumbarse sobre nosotros, puesto que había estado lloviendo durante días y días. Aunque, de todos modos, siempre disfrutábamos más cuando hacía calor y no precisábamos del gran paraguas de mi padre que nos servía de cobijo, para evitar que nos empapáramos más de lo debido.

Aun habiendo entrado en el café día tras día, éste me parecía de un tamaño superior a la estación de trenes. Una vez dejada atrás su monumental puerta de madera maciza y cristal, se podía observar a las mismas personas que siempre se encontraban dentro del café a nuestra misma hora.

<<-Hola.

-Buenos días.>>

Estas eran las palabras con las que mi padre y yo mostrábamos al mundo que ya estábamos allí de nuevo, cumpliendo nuestra habitual visita. Pero nunca nos quedábamos en la planta baja más de cinco minutos, durante los que mi padre tal vez estaba saludando a alguien importante o saboreando algún bocado que le habían ofrecido probar.

Yo esperaba siempre con profunda ansia el momento en que mi padre se despedía y decía que estaríamos en la planta de arriba. Otra vez más, un nuevo momento para disfrutar que él aprovechaba para leer el periódico o entablar conversación en la mesa del fondo. Ésta estaba situada al lado del primero de los tres ventanales si te situabas frente a la enorme cristalera del lateral izquierdo del hall, hasta el que llegaban las escaleras.

Sin duda el hall en el que también se encontraban las puertas de los servicios de mujeres y hombres, era el lugar idóneo para observar el parque, cuyas vistas compartían los edificios del paseo y nuestro particular y añejo café. Sobre todo aquellos días que el Sol se decidía a brillar con más fuerza que nunca y su agradable calor invadía toda la planta superior, rodeada de cristaleras por dos costados y por los tres ventanales abiertos de par en par durante estos días de canícula.

Una vez sentado mi padre en la pequeña mesa con un asiento de sofá y un par de sillas, que nunca se encontraba ocupada en el momento en que llegábamos, no había quien pudiera separarme de la negra verja pintada de la balconada. Tras haberme agarrado con fuerza a ella, observaba a las personas más bajitas que yo caminando por la calle, que discurría entre el paseo y otro céntrico bulevar de la ciudad. Sin embargo esta no era mi única afición en el balcón del café los días soleados, sino que también me dedicaba a observar con detenimiento cada uno de los movimientos de mi padre, bien si este pasaba una hoja del periódico, bien si daba un sorbo a su consumición o se ajustaba con absoluta meticulosidad las gafas.

Por el contrario aunque en los días de lluvia no dejábamos de asistir a nuestra singular cita con el café, sus dueños y camareros, las personas que por allí se acercaban y por supuesto con nuestra mesa, el ambiente se volvía pesaroso por causa de los grises y mojados días que vivíamos todos nosotros y el propio café en sus carnes de piedra, cristal y madera.

Pesarosos también porque yo no tenía oportunidad de agarrarme a la verja del balcón y poder así contemplar a mi padre obnubilado por las noticias e inmerso al mismo tiempo en la lectura de ellas, ni tampoco me era posible contemplar a todas aquellas personas que pasaban a la vuelta del mercado, con sus niños de la mano o empujando un cochecito de bebé bajo la agradable sombra de los árboles porque habían corrido a refugiarse a cualquier lugar que no estuviera al aire libre, a un enclave donde no pudieran ser alcanzados por el desapacible tiempo.

Era entonces cuando pensaba para mis adentros <<¿por qué llueve? ¡No me gusta tener que sentarme en la silla y quedarme allí todo el rato! Observar a Papá desde tan cerca se vuelve tan distinto…>>. Sin embargo es aún más triste el momento en que sabes que no regresarás más al café como cada día, que todo ha cambiado y tu vida dejará de ser la misma que era hasta el momento. Hasta el instante en que todas las cosas permanecen tal y como las has conocido, y durante el que tienes la impresión de que haya tormenta o un enorme Sol asome por las cristaleras interiores del café, siempre se repite el mismo esquema dentro de tu mente y en tu vida.

Un buen día o no tan bueno tal vez, todas y cada una de las instantáneas que tu mente cámara en mano ha tomado del café, de tu padre conversando o leyendo el periódico y de los niños correteando felices de un lado para otro, se habrán introducido finalmente en el maletín de tus recuerdos.