lunes, 27 de enero de 2014

Urgencias



La precavida, inquietante, desconfiada  entrada,

la desorientada  sala donde se agolpa la zozobra,

encogidos y apesadumbrados  pacientes y familiares,

el ansia en la megafonía que desgrana nombres, consultas, cifras,

el abandono que busca la ayuda cómplice,

el cansancio angustioso de la espera,

camillas, sillas de ruedas, sueros, escayolas, apósitos,

el sinfín de artilugios que deambula y serpentea.

Protocolo,  despojo de objetos personales,

radiografías, comprimidos, vaso de agua,

rutinaria vía en la vena por la que absorbe al enfermo el sistema.



Ahora es la cálida acogida en la sala de tratamientos,

ataduras a aparatos en el sillón inmovilizado,

infalible el continuo goteo del suero…

y la espera de las horas eternas.

Solícita la atención  de médicos, enfermeras, auxiliares,

que mitigan el dolor de los enfermos.

Ancianos desorientados, limitados y cansados los sentidos,

jóvenes doloridos,

personas atormentadas cada cual por su pena.

Las alarmas de los monitores,

las mediciones periódicas,

las crípticas anotaciones

y los minutos, las horas que lentamente se arrastran.

La destreza que acomoda

la medicina que aquieta,

la palabra que anima y reconforta.



Al fin la sanación de unos, el traslado para otros,

la gratitud del enfermo parca en palabras y amplia en la mirada.



El abandono del hospital por la misma ahora confiada puerta,

el paso tranquilo como del que sale de casa.

Atrás, los cuidadores, las atenciones, las vocaciones

de la gente más humana, de seres adorables.

Desde el hall miro a la calle por los enormes ventanales

y medito apesadumbrado y lamento con tristeza, húmedos los ojos,

la desatención, el sarcasmo, la locura, la sinrazón

de los ajenos a las mil batallas que dentro se libran,

de los amenazantes saqueadores que fingen gobernarnos.

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